jueves, 12 de marzo de 2015

Mi tercer relato corto: La última espera

     Prácticamente dos años después de la ultima publicación en este blog, mi segundo relato corto, vuelvo a publicar y como no, un nuevo relato, el tercero ya.
     Llevaba ya rondándome en la mente mucho tiempo, pero ya sea por falta de ganas, de determinación, de no encontrar el momento adecuado para escribirlo, no terminaba de plasmarlo negro sobre blanco.

     Espero que os guste y como siempre espero vuestros comentarios ya sea en el blog, por las redes sociales, o por wassap, como sea, ya sabéis que me hace ilusión.

La última espera

     Me miro al espejo y le digo a ese desconocido que tengo ante mí, el cual apenas reconozco como  yo mismo: ¡Vamos Frank ya llevas aquí una semana tienes que espabilar, adáptate no te queda otra, vas a estar aquí lo que te queda de vida!( lo cual no va a ser mucho tiempo),¡Sabes que en este corredor de la muerte solo se sale de una manera, con los pies por delante! .

     En esta milla verde, donde la sociedad ubica a la gente que incomoda y estorba, tienes un horario para todo. Como en el ejército: horario para dormir (aunque repasando mi vida mis  ojos no se quieran cerrar), horario para despertar. Justo en ese momento cuando me vence el sueño, después de una larga noche purgando la poca conciencia que me queda, horario para comer, rancho insípido que seguro que a algún imbécil se la ha ocurrido que es sano para mí. No quiero comer sano, estoy sentenciado, tengo los días contados, deberían saber que a los gladiadores se les daba una copiosa comida antes de morir.

     Mientras termino con el desayuno vuelve de nuevo a mi mente la misma frase martilleante: ¡ Espabila y adáptate!. Así que hoy va a ser el primer día que voy a ir a  la sala de estar, llevo toda la semana solo, recluido y aislado en mí mismo.  Esta semana se me ha hecho infinita y desesperante.

     Es mejor no hablar con nadie, todos están sentenciados, si entablas amistad con alguien al día siguiente puede que no esté, ya sufro bastante con estar recluido aquí  y con la angustia de no saber que día me tocará a mi ser el que dé el paseíllo. Leer el periódico es una buena opción para matar el tiempo, me ubico en un sofá y me abstraigo de la gente que me rodea, tienen aspecto de borregos que esperan impasibles la hora de su sacrificio, supongo que yo también tendré el mismo aspecto. Estoy hojeando las páginas deportivas cuando se sienta delante de mí un joven con un tipo extremadamente delgado, ojos hundidos, frente despejada, pelo largo y lechoso y voz de ultratumba, un extra perfecto para una de esas películas de zombis que tanto están de moda. El joven saca una grabadora y le pregunta algo,  es apenas un susurro imperceptible  que no llego a entender, así que afino el oído, y gracias a la voz ronca y potente del tipo logro escuchar su respuesta. Retrepado para atrás, con un gesto altivo y chulesco de quien lo ha hecho todo en la vida le dice: ¡Chico si eres bueno en lo tuyo llega un momento en el que puedes elegir que trabajos  quieres hacer y cuáles no!. Al principio cualquier encargo valía, había que pagar las facturas, pero cuando coges fama te pagan mucha pasta y el trabajo no te falta. Te vuelves selectivo,  no me gustaba oírles gritar como nenazas. En cuanto empezaban a derramar sangre, chillaban e imploraban que acabara pronto con ellos, así que decidí solo aceptar encargos de tipos duros, los cuales aceptaban la situación como hombres. Los despachaba pronto, les sacaba el hueso de la clavícula, el cráneo o las cuencas de los ojos rápidamente y sin tanto lloriqueo. Lo explicaba con la naturalidad con la que cualquiera puede contar como corta  y degusta un trozo de un chuletón de ternera. Mientras, su interlocutor mira y escucha sus palabras con sorprendente cara de admiración. Debe de ser un periodista que trabaja para una de esas revistas de frikis  que solo cuentan historias de asesinatos con morbo, sangre y gilipolleces. Solo había que mirar a aquel tipo para saber que era un psicópata, un asesino a sueldo que disfrutaba descuartizando gente.  Le brillaban los ojos contándolo orgulloso de su trabajo.

     Me levanto y me voy a mi cama, no quiero seguir escuchando a este tipo, pero no puedo dormir, me ha puesto nervioso, me lo imagino torturando a pobres infelices  y recreándose en ello. Pienso en como he podido yo acabar en el mismo sitio que este energúmeno, pero esa pequeña e insignificante conciencia que me queda me da la respuesta. ¿Acaso yo era mejor que él? . Yo también destroce a mucha gente, era implacable, no tenía la más mínima piedad con ellas, no discriminaba entre ricos ni pobres, blancos o negros, pero, a diferencia de este tipo, mi trabajo consistía en ajustarle las cuentas a delincuentes, a gente que estaban al margen de la ley,  gente que se pasaba de lista y que pagaban por ello, yo nunca toque a un inocente. No hacia excepciones, no aceptaba sobornos ni llantos para salvarlos del castigo: ¡ Si la haces la pagas!. En mi oficio las cosas funcionaban así.

     Quizás estoy aquí porque la vida ha sido tan implacable conmigo como yo lo fui con la gente en mi trabajo, la he hecho, y ahora la estoy pagando yo también, nadie se va de esta vida de rositas.


     Llevo dos días leyendo el periódico y mirando de reojo el sofá de enfrente, pero está vacío, ¡mejor así!, ese tipo me da escalofríos, me quita el sueño. Siempre he alardeado de captar la esencia de las personas a primera vista y  este tipo me pareció un desalmado, lo calé en cuanto lo vi. Al llegar a la contraportada me quedo estupefacto, aparece la fotografía del desalmado, mis ojos se clavan en la noticia y balbuceando leo el titular: “Muere en la residencia de ancianos de Aspen, Jhon Parker, el mundialmente famoso tatuador de los esqueletos de Iron Maiden”. Veo que mi instinto, ese que me llevo a ser el más sagaz  inspector de hacienda, está tan viejo y decrepito como yo, puede que sea el próximo que salga en las esquelas, solo me queda esperar mi turno encerrado en este asilo.



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